Juan Rulfo en El Llano en llamas emprende la crónica de un país –el sur de Jalisco, su tierra nativa– al que ve en proceso de una larga agonía, matizada por el vigor subsistente de sus antiguos pobladores, los muertos que siguen pesando sobre los vivos dentro de la comarca polvorienta y melancólica, a cuyo atrofiado crecimiento contribuyeron aquellos mismos en definitiva.
Esta región mexicana, de límites vagos e imprecisos y de una geografía tan obsesiva que adquiere rasgos de pesadilla, nutre habitantes huraños y lacónicos que se expresan en un lenguaje que, paradójicamente, tiende más bien al silencio que a la palabra: “la gente allí no habla de nada” dice Rulfo; pero el autor ha decantado en esta aparentemente primitiva o casi nula forma de expresión popular un eficaz idioma literario en el cual se relatan historias vivas, más allá de los monólogos descarnados de quien no espera ser escuchado, o del que sabe de antemano que está condenado a repetir –como una suerte de maldición– siempre los mismos hechos ante la misma indiferencia.
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